El siguiente ensayo del Dr. Lumbreras, antropólogo, con especialidad en Etnología y Arqueología, es inédito y fue escrito hace unos 11 años. Analiza problemas estructurales de Perú aún irresueltos. La riqueza de sus análisis, materialistas, marxistas y mariateguistas, lo convierten en una de las mentes más brillantes de nuestra nación. Termine, usted, de leerlo y será otra persona.
Nota: solo tener en cuenta —la fecha del ensayo— cuando el autor cuenta sobre Bolivia, Evo Morales recién iniciaba su gobierno. Acá el ensayo:
Todo Estado, por principio, asume una posición definida en relación con los comportamientos de la población a la que representa. Ésa es una postura que se expresa en políticas concretas que el gobierno puede o no identificar como tales, refiriéndose a ellas como Políticas Culturales.
La cultura, según la definición adoptada en la Conferencia Mundial sobre las Políticas Culturales que se realizó en México en 1982 y que ha sido asumida por la Conferencia Intergubernamental sobre Políticas Culturales para el Desarrollo Económico, realizada en Estocolmo en 1998, debe ser considerada como el conjunto de rasgos del comportamiento humano que caracterizan a una sociedad, abarcando las artes, las letras, los modos de vida, los sistemas de valores, su memoria y sus tradiciones y creencias. Ésos son los parámetros del comportamiento social que singularizan a una comunidad dada en relación con las demás.
El Estado asume su participación en este espacio de la vida social de manera muy diversa desde su manifiesta voluntad de intervención en los comportamientos colectivos e individuales, hasta la imposición de modelos de vida. La postura adoptada por las convenciones y organismos internacionales de nuestro tiempo es que el intervencionismo es perverso y que el papel del Estado debe limitarse a garantizar los derechos que se derivan de las prácticas sociales que les dan origen.

Los derechos culturales son la parte de los derechos humanos que se refieren a los comportamientos asumidos históricamente por los colectivos sociales y que se refieren al derecho a la lengua propia, al derecho a la salvaguarda de la memoria social, al derecho a las creencias y saberes, al derecho a la identidad, al de la libre creación y al del territorio social y el ambiente saludable.
Es pues visible que el espacio de intervención del Estado en el campo de la cultura, no debe ir más allá de las garantías necesarias para su libre desarrollo y sustento, así como del apoyo necesario para la preservación de su memoria. El Estado debe hacer que se respeten los derechos culturales de los pueblos, mediante dispositivos legales que a su vez no intenten intervenir en la dirección de los cambios o movimientos que se den al interior de cada uno de los campos del quehacer cultural. Su papel en el cultivo de la memoria social, implica identificarla como un patrimonio que pertenece a todos los peruanos y es, por tanto, ajena a la voluntad de intervención que puedan tener algunos.
Todos sabemos que aquí convivimos personas diferentes y que, aun así todos somos teóricamente iguales ante la ley. Atribuimos las diferencias a un origen racial diverso, con la identificación de ”blancos” y “gente de color”, que incluye indios o indígenas, cholos, negros, zambos, mulatos y chinos. Esa clasificación no es ni objetiva ni descriptiva, ni es propiamente racial, es producto de una ideología, llamada “racismo”, que tiene un origen político, es decir que se sustenta en pautas ligadas a las relaciones de poder, más bien que a diferencias raciales efectivas.
El racismo nació como una ideología legitimadora de los estados invasores que se instalaron a partir de la ocupación violenta de otros estados. Los reconocimientos raciales están siempre acompañados por los mismos códigos de relación entre las “razas” que sostienen que éstas nunca deben ser consideradas ni social ni jurídicamente “iguales”, puesto que no lo son somáticamente. Con este argumento, bajo el amparo de la fuerza, los invasores imponen para sí un estatus superior que legitima los abusos que toda invasión contiene. En la medida en que eso requiere un esquema de valoraciones, incluso para los propios invasores, el “reconocimiento” de las razas se fue progresivamente armando con una argumentación basada en juicios de valor y pruebas falaces.
En Perú, el racismo apareció con la llegada de los españoles, quienes mantuvieron una neta separación entre ellos y los indígenas a los que llamaban “indios”. Trajeron consigo, “negros” africanos y también miembros de etnias procedentes del Cercano Oriente. La ideología que lo sustentó fue una extraña combinación entre una trabajosa explicación bíblica de los orígenes del hombre y una simplista propuesta evolucionista lineal.
La explicación bíblica llegó a aceptar que los peruanos también éramos “hijos de Dios” como los españoles y, por tanto, sujetos a sus leyes. Eso permitió justificar la “legítima” expropiación de los bienes de “los naturales” por mandato papal, dado que el Papa era el representante de Dios en la tierra y, por tanto, propietario de todo lo que en este mundo existía, pues Él lo había creado.
El racismo en Perú se instaló 40 años después de Colón. Ya se habían consolidado los instrumentos ideológicos que justificaban sus actos. El período colonial hispánico fijó los términos de relación con una clara distinción entre “nativos” y “peninsulares”, incluyendo en ella a los hijos de los propios españoles, que tenían un estatus diferenciado según el lugar de su nacimiento. Se llamaba “criollos” a los hijos de españoles nacidos “en indias” y las instituciones regulaban las relaciones entre las diversas “razas” de habitantes del país, dando ciertos privilegios a los que tenían algo de sangre española, que eran considerados “mestizos”. Es la definición de una política cultural sustentada en una encubierta forma de exclusión social.

La disolución de la colonia española se produjo como parte del derrumbe final del “antiguo régimen” en Europa y la afirmación del capitalismo. El capital comercial inglés y otros asociados europeos negociaron la caída del imperio colonial español con los azucareros de Venezuela y Colombia, liderados por Simón Bolívar, y los ganaderos rioplatenses liderados por San Martín, provocando, en el primer tercio del s. XIX, un proceso libertario que comprometió a todas las naciones del espectro hispánico sudamericano.
Este pronunciamiento libertario llegó tres décadas después de haber sido sofocado un ambicioso proyecto nacional revolucionario que había madurado durante todo el s. XVIII bajo la dirección de una burguesía nacional indígena, con el Inca Tupa Amaro II, alzado en armas en Cusco en 1779. Se proponía retomar las líneas de manejo del Estado a partir de las estrategias nativas; se proponía la liberación de los siervos y esclavos y la creación de un mercado interno libre del monopolio hispánico.
Un blanco populista o un “cholo” arribista para exorcizar la ideología racista que nos abruma, repiten el slogan atribuido a Ricardo Palma, de que “todos” en Perú tenemos algo de ingas o de mandingas (africanos). En verdad, hay aquí una fuerte mezcla de razas y un sincretismo extensivo que justifica cualquier discurso a favor de “todas las sangres”. Pero, esa verdad está articulada con la procedencia colonial de los mestizajes y los sincretismos que ubican en el esquema de las relaciones verticales a los “blancos” que llegaron a estas tierras en calidad de conquistadores —es decir de expropiadores del poder— por encima de los negros que vinieron como esclavos, los chinos que vinieron como siervos y los indios, que fuimos expropiados. La ideología cumple la función de legitimar y mantener ese poder de origen colonial justificando la exclusión social por las diferencias raciales. Ése fue el sustento de la política cultural del Estado español que nosotros heredamos y mantenemos vigente; todo lo demás, las creencias, la lengua, los gustos y sabores fueron sometidos a diversas formas de cambio: esta ideología, no.
Sin duda, todos los derechos, tanto colectivos como individuales, sufren la opresión de esta ideología transversal, que los cruza a todos, de modo que toda propuesta de política y especialmente la de la cultura, debe enfrentarse a ella. La lengua, las costumbres, las creencias y las artes y conocimientos están maculados por ella, que más que racista es etnicista y afecta todas las relaciones sociales.
Para avanzar sobre el tema de esta exposición, debo apoyarme en una anécdota y un cuento con moraleja. Hace un par

de años, estábamos en un proyecto de evaluación del papel del Estado en la enseñanza y apropiación de los derechos culturales en varios países hispanos, y nos tocó visitar una pequeña escuela rural en una alejada isla —Quewaya— en el lado boliviano del lago Titicaca[1]. Era una isla de habla aymara donde, sin embargo, la enseñanza era en castellano. Estaban allí los padres, los maestros, algunos alumnos, los sabios de la comunidad local y algunos vecinos de la isla de Pariti.
Comenzamos nuestra intervención con un saludo al pueblo aymara y a la escuela, acentuando nuestra tesis de la importancia de respetar los comportamientos distintos a los nuestros. La tesis comenzaba por privilegiar el derecho a la lengua o idioma propio, como un derecho cultural primordial y primario, luego el derecho al patrimonio histórico y artístico y a las costumbres, sabiduría, creencias y saberes propios. Por eso, considerábamos que el Estado debiera establecer que los niños aprendieran a leer y escribir y, desde luego, a adquirir los primeros conocimientos de la ciencia y la historia en la escuela, en su lengua materna.
Fuimos escuchados con mucha atención y respeto por todos los que allí estaban, incluidos los niños y jóvenes que representaban a sus compañeros de aula, con quienes nos reunimos aparte. Luego de algunas intervenciones de los funcionarios y maestros locales, uno de los sabios aymaras hizo un largo discurso de neta oposición a nuestras tesis. Él decía que en la escuela debía suprimirse el uso de la lengua aymara, pues los niños ya tenían bastante manejo y conocimiento de ella en sus casas y la comunidad, y, sobre todo, porque la persistencia en su uso era negativa y les hacía mucho daño a los jóvenes. A la par, consideraba que las costumbres aymaras debían cambiar y no estancarse, aprendiendo aquéllas que venían con las del castellano o con los turistas extranjeros, que traían cosas muy valiosas, que los demás no entienden el aymara y que por eso se pierden negocios y amistades. Además, que no tiene sentido aprender a leer en aymara porque no hay nada que se lea en esa lengua, pues las revistas y libros están en castellano o en inglés y que para ver lo que dice la televisión no se necesita leer, que esa es la mejor manera de aprender y que eso también requiere español. Es perjudicial porque los estudios de los años más avanzados y en la secundaria sólo se pueden hacer en castellano, pues no hay libros para estudiar geografía, historia, naturaleza, cuerpo humano, física, química, etc. en aymara; mucho menos en la universidad. Además, en Bolivia u otros países no hay estudios secundarios y menos aún universidades en aymara. Por lo tanto, no se puede ser médico, abogado o ingeniero en aymara. El aymara no sirve para la vida, pues cuando se quiere ir a trabajar en cualquier parte, se tiene que hablar en castellano. Si uno habla aymara, sólo puede ser parte del ejército de los peones y tiene que saber algo de castellano para entender bien las órdenes. El destino es ser peón, de los peor pagados y maltratados. “Nos miran con desprecio y no entienden lo que decimos o pensamos”. Igual es cuando van a los hospitales y los médicos tienen que hacerse traducir lo que les dicen de sus dolencias.
Pensaba que en Perú, esa incomunicación se pone grave cuando los aymara o quechuahablantes, o los nativos amazónicos, acuden al Poder Judicial y tienen que depender de sus intérpretes, porque los jueces no hablan su idioma y saben mucho del derecho romano, pero nada de la jurisprudencia quechua o aymara, lo que se traduce en un extraño diálogo de sordos, donde el uno no entiende al otro, pero donde cada cual cree que entendió, con lo que “el otro” que es el de la lengua no-general va a salir siendo juzgado sin saber de qué y usualmente sentenciado a partir de códigos diferentes a los que él considera los pertinentes.
Todo nuestro conceptuoso discurso se desmoronó quedando con la sensación de que el tratamiento de los problemas generados por la interculturalidad debiera ser revisado en nuestros países. Entiendo que en Bolivia, a partir del reemplazo de los códigos interculturales por los de las relaciones “intraculturales”, se intenta reformular el problema. Pero no todo es así, el apoyo a nuestra tesis vino de una escuela experimental “intercultural” de Otavalo, en Ecuador, donde lo que la comunidad sostenía era que sus hijos debían iniciar sus estudios en quichua, aprender como segunda lengua el castellano y agregar el inglés como otra lengua. Los niños de esa escuela llegan a los últimos años de enseñanza básica con al menos tres idiomas en su haber, dos bastante bien y uno tercero de apoyo. No sólo no tienen problemas para seguir estudios secundarios y superiores o de participar activamente en la vida del espacio criollo ecuatoriano, sino que se sienten orgullosos de su lengua materna, la practican y ahora mismo ya han comenzado a publicar en quichua o quechua.
En Guatemala, donde tienen problemas de interculturalidad con las lenguas mayas, el problema se complica porque son varios dialectos y cada cual con un potencial lingüístico muy alto. El castellano se va imponiendo, como en todos nuestros países, porque los que tienen que trabajar —los hombres— deben aprender el castellano, en tanto que las mujeres, que pueden pasar su vida en la esfera de la comunidad nativa, se quedan con su lengua materna y por eso no tienen acceso a formas complejas de conocimiento y trabajo.
Pensamos, entonces, que el problema era étnico y que las debilidades se definían por un multilingüismo irresuelto en las relaciones interculturales, pero el examen de otras circunstancias nos condujo a conclusiones adicionales.
Cuando tuve la oportunidad de participar como docente en la recién reabierta Universidad de San Cristóbal de Huamanga, hace unos 50 años, me tocó vivir una experiencia que —combinada con la que tuve al reintegrarme a San Marcos en Lima, y dar clases en otras universidades limeñas— me exigió dirigir mi reflexión hacia una apreciación diferente del tema de la interculturalidad y la lengua, que dio origen a este cuento con moraleja.
En efecto, Efraín Morote Best, Francisco Carrillo, César Guardia Mayorga, Julio Ramón Ribeyro, Isaac Tupayachi y otros colegas de Huamanga, encontraron que la capacidad de comprensión de un fuerte porcentaje de alumnos huamanguinos era deficiente. Eso lo asociamos a los estudiantes cuya procedencia era del entorno rural, y hablaban el quechua de modo cotidiano en su esfera doméstica y lúdica. Pero luego se vio claro que el problema no era tanto lingüístico cuanto social. Era evidente que el castellano de los libros no era el castellano cotidiano de los estudiantes, pero lo era más para los que no habían salido del espacio rural o proletario, y menos para los pocos jóvenes cuyo origen social era diferente y habían vivido en espacios culturales más amplios, con cine, teatro, música variada, librerías e interlocutores muy diversos. No era sólo un tema de interculturalidad, sino un problema de acceso a los espacios culturales sancionados como deseables por la sociedad. Esos espacios, frecuentados por los que tienen recursos, eran claramente los que liberaban las sanciones de quienes entraban en la Universidad donde debían enfrentar un mundo nuevo que iba más allá de sus experiencias previas.
De cualquier modo, casi la totalidad no entendía la literatura fina de la edad de oro de las letras españolas, casi nadie apreciaba el valor del Quijote, del que conocían algunos párrafos de memoria y, por cierto eran más hábiles en matemática o en las ciencias concretas que en los espacios de reflexión literaria. Su apreciación del arte era muy distante de la que reclamaba la Academia universitaria, aunque hablaban de Gaugin o Da Vinci y que sí había una música “clásica” que a lo más les recordaba los ceremoniales de los templos y monasterios, muy lejos de su quehacer cotidiano. Se negaban, sin embargo, a rechazar abiertamente esa música y a aceptar que un “triste”, un “huaino” o un “bolero” les comunicaban mucho más, hasta el enternecimiento o la euforia de su mundo interior. Nada de eso sentían con Bach o Vivaldi, a diferencia de lo que cantaban Pastorita Huaracina o Lucho Barrios.
El examen de los gustos y colores va con el de las letras y las formas que de una u otra forma nos hablan del pasado mediato o inmediato, de nuestro contexto social y por supuesto de nuestras opciones. Lo cotidiano está lleno de hábitos socialmente aprendidos y fórmulas de sanción social que se sustentan en los fenómenos sensibles de lo que se considera placentero o penoso. Hay poemas que circulan en nuestras mentes, aunque no los hayamos organizado conscientemente y ocurre que el placer de los colores, olores y sabores está lleno de esos poemas inconscientes, que se expresan sólo en silencios llenos de sensaciones generosas o en exclamaciones de bienestar.
Nadie piensa que todo eso lo guardamos en unos códigos abstractos, insertos en nuestro cerebro y en cada uno de los poros de nuestro cuerpo. Esos códigos son las palabras que, unidas con muchas otras, forman las lenguas. Ellos nos permiten pensar en un vaso sin verlo, un toro, un rayo, una casa, un rostro hermoso o un temblor de tierra, junto con todas las manos o los rostros de quienes ya no están más en la tierra, que son fenómenos físicos tangibles. Todos están dentro de nosotros en forma de palabras y solemos darles vida hablando. El lenguaje es, pues, la fuente principal de la existencia humana, de su alma. Gracias a él trabajamos, nos sabemos uno de otro, nos comunicamos y establecemos nuestras relaciones. Hay, pues, que respetar eso y darle el lugar que tiene en nuestra vida.
En las lenguas, se suele unir las palabras de distinta manera y expresar con esas diferentes uniones, valores diferentes de las mismas cosas, según como la vida y la gente enseñó a entenderlas. Eso hace difícil trasladar los conceptos que están contenidos en las palabras, de una lengua a otra, y eso convierte el multilingüismo en un problema. Muchas veces me he preguntado si lo que Felipillo le tradujo a Atahuallpa o a los españoles era lo mismo que ellos estaban queriendo decir. He visto traducciones falaces de textos y he asistido a más de un diálogo de sordos entre diferentes que inducen a acciones equívocas de las partes.
Los estudiantes hispanohablantes no entienden los textos hispanos que deben estudiar porque los lenguajes oral y escrito no son el mismo. La justicia equivoca sus juicios por carencias idiomáticas; los enfermos se mueren porque el médico no les entiende. Si se enseña una lengua materna que no es el castellano, no sirve para la vida en este país. No se puede trabajar en Perú si no se habla y lee el castellano, a menos que acepte condiciones miserables de trabajo.

Imagen © Rosa Villafuerte / romavillasal@yahoo.com
La moraleja es que en un país multilingüe, como Perú, todos debemos saber las lenguas que allí se hablan, al menos las más generales. Quienes deben prestar servicios asistenciales o jurisdiccionales no pueden menos que dominar la lengua local. Debiera estar prohibido que quien no habla el aymara o el quechua, sea destacado a una zona donde la población rural hable esa lengua o, del mismo modo, no domine esas lenguas quien vaya a servir a la tierra de los pano o ashaninka. Si no hubiera quien quiera aprender esas lenguas, el Estado debe proceder a capacitar a los hablantes para que formen escuela garantizando el respeto a los pueblos que las hablan y debe, asimismo, establecer formas de aprendizaje del castellano escrito, desde los estudios iniciales, como lo hará, seguramente, cuando las otras lenguas publiquen sus propios textos.
Así, pues, el derecho a la lengua materna es sustancial, pero hay que saber que la lengua no va sola en el contexto de la vida de las gentes. Es más, ella sólo sirve para guardar en el cuerpo lo que se llama el alma, en millones de códigos de captura inmediata, donde se nos dice qué, cómo, dónde y cuándo hacer las cosas, todas las cosas de la vida; donde están encapsulados los conocimientos y los sentimientos, las herencias y las capacidades de hacer nuevas cosas y reformular las viejas. Esas cosas encapsuladas es a lo que llamamos “cultura”.
Debe quedar muy claro que es a eso a lo que nos referimos cuando hablamos de cultura: se trata del conjunto de comportamientos socialmente aprendidos, que tenemos los seres humanos y que se expresan en todos los actos de nuestra vida.
Nadie nace con una cultura inserta en sus células. Se inicia nuestro aprendizaje en el vientre materno y luego en los primeros días, meses y años que dependemos de ella y del entorno social que ella tiene. Esa etapa es la primera fuente cultural. Aprendemos la lengua y las costumbres en su versión más doméstica e íntima posible. Si nacemos en China, aprendemos el chino y nos comportamos como chinos, con sus creencias y sabidurías; si nacemos en el campo, en Cusco o Ayacucho, aprendemos el quechua; si nacemos en Francia, el francés. Pero si nacemos en Lima, la lengua que aprendamos será la de la familia a la que pertenece nuestra madre y serán sus costumbres las que aprendamos o, dicho de otro modo, las de las personas que viven con ella y con nosotros. El hecho cultural es una cuestión social, que se consolida, modifica o altera según pasan los varios momentos del proceso de socialización o endoculturación. Las fuentes iniciales, la materna y la inmediata o “lúdica” son las que se fijarán muy pronto y se harán parte de nuestra alma o conciencia. Son los 5 a 12 años de existencia cuando aprendemos a ser humanos plenamente integrados con los demás. Aprenderemos todo lo que después será refinado o desarticulado en nosotros.
Ése es el punto en el que usualmente interviene la comunidad o el Estado a partir de la institución educativa. Se supone, pues, que una política cultural bien configurada tiene que comenzar a tener esto en cuenta para que su aplicación sea estructural y pertinente. El Estado debe crear un régimen educativo altamente eficiente en el fomento de los valores que él mismo asume como deseables. Es el punto en el que el niño de 3 ó 4 años que sale del ámbito materno, ingresa en el espacio social que lo compromete con su pertenencia. Su noción de identidad nace en este tiempo. Así, pues, lo que aprenda le estará muy fijado en su conciencia, aunque no recuerde luego los detalles.
En este punto, la política cultural se expresa a través de los planes y programas del sector Educación y es donde este sector debe estar en estrecha consulta con el sector Cultura del Estado, donde los maestros deben saber qué y cómo enseñar lo que los especialistas en cultura propongan para fijar los principios y valores sobre los que el país deberá construir en el futuro. Aquí es donde se centra el tema de la diversidad lingüística y el manejo de las relaciones multiétnicas y multiculturales. Más tarde, es tarde, y eso es algo que la política cultural del Estado no se puede distraer en conjunto con la política educativa. Sin una toma de posición sobre esto, que no es sólo del ámbito del sector Educación, sino obviamente del de la Cultura, no vale la pena hablar de una política cultural sostenida a largo plazo.
Cuando se ha pasado la infancia y se inicia la adolescencia y la juventud, hay que pensar que ya son personas insertas en una forma de comportamiento, con un lenguaje plenamente asumido y con una cultura de base que ya sólo tiene que ser estimulada, en una u otra dirección, hacia la participación plena —vía el trabajo— de quienes ya son sujetos culturales con los derechos y obligaciones con los que deberán sostener su vida.
Por cierto, todo eso se da dentro de un marco de desarrollo desigual y combinado. Todos estamos de acuerdo con la identificación de Perú como un estado multicultural y multiétnico. Pero no es una forma voluntaria de desarrollo desigual; su naturaleza y magnitud se deben a las condiciones naturales de su existencia y a las formas históricas que se han dado en el curso de su vida y por tanto no dependen de su voluntad. Vivimos una geografía compleja y diversa, con espacios que oscilan entre desiertos y selvas, llanos y montañas. Las gentes tuvieron que ir dominando cada una de estas diversidades y adaptando las condiciones de la tierra a las demandas y necesidades de su vida. Eso hace que los shipibos, y también los que viven en Iquitos o Yurimaguas, no piensen ni tengan las mismas costumbres, e incluso lenguas y hablas, o que las personas que viven en Cajamarca, Puno o Ayacucho, o las que ocupan los valles de Pisco, Moche o Piura, sean diferentes entre ellas. Su historia es desigual, pues, de hecho, no están en condiciones de adoptar los mismos recursos tecnológicos ni estrategias de vida, de la misma manera, de modo que una misma tecnología la tienen que adaptar a sus formas particulares de existencia y unas que sirven en un lado; en otro, no.
Eso ocurre desde hace miles de años y no es una innovación. En cambio, si lo es el proceso de conexiones de las formas particulares que genera cada región, de modo que en varios momentos de la historia se han generado condiciones de articulación de los comportamientos colectivos, generando formas combinadas de conducta, que en algunos casos han permitido políticas comunes de desarrollo económico y social, como ocurre con Perú, que desde tiempos de los imperios Wari e Inca, ha mantenido un proyecto de Estado unitario, con sus diferencias en las políticas de Estado respecto a los procesos económicos, sociales y culturales que, desde luego, identifican a estados diferentes.
Demás está decir que una de las cosas que caracteriza a todo Estado es su política cultural. Si bien la historia del Estado en Perú se remonta a varios milenios atrás, los estados de los que tenemos registros son los que establecieron los Wari, en Ayacucho, entre los siglos VI y XII de nuestra era, y los que levantaron los Incas de Cusco entre los siglos XV y XVI, sin considerar el Reino del Chimor, que cubrió gran parte de la costa peruana, entre Tumbes y Lima.
Gracias a los cronistas españoles y los restos arqueológicos, sabemos que la política cultural mantenida por los Incas, y al parecer por los Wari y Chimúes, era la de respetar rígidamente las formas culturales de los pueblos que eran incorporados a su dominio, lo que establecía un territorio multiétnico, plurilingüístico y multicultural muy diverso, con una plena articulación de sus procesos de convivencia a través de relaciones entre los jefes étnicos con el Estado. No sólo se respetaban las lenguas nativas, sino sus creencias religiosas, sus costumbres, artesanías y tierras, asumiendo que la dependencia se resolvía mediante el tributo en forma de trabajo.
El Estado que desplazó a los Incas del poder fue el español y una de sus características más definidas fue la aplicación de una rígida política que imponía sus creencias, aunque no pudo lograr que los pueblos olvidaran sus lenguas y hubo que esperar a que murieran las gentes para que las lenguas desaparecieran. No les cupo otra cosa que identificarlas.
Esa identificación reconoce las diferencias que existen entre los pueblos que constituyen este país. La falta de un reconocimiento del Estado sobre este elemento fundamental de la realidad peruana condujo al sofocante centralismo que tantas dificultades ha creado y crea en el crecimiento armónico y solidario de Perú.
Es, sin duda, el campo de las artes y las costumbres el que hace muy evidente esa cualidad. Todos andamos juntos, pero cada uno de nuestros pueblos con sus propias maneras de ser y hacer. El signo es la unidad en la diversidad. Es la identificación de los pueblos con su medio, donde cada melodía y cada color nacen en plena armonía con los aires y los tonos de la tierra.
Este signo nació antes de que fuéramos país y se fue definiendo a medida que el tiempo nos hizo madurar en nuestra penetración en la tierra. Es en ella, la unidad que nace de nuestra diversidad, donde se nutre la riqueza de nuestra existencia histórica: es lo que nos hizo y hace diferentes.
Esas diferencias las percibimos claramente en las obras que nos dejaron los pueblos originarios de nuestra tierra, pero ocurre que en nuestra vida diaria, hoy, es así como somos y hacemos. La cultura que nosotros heredamos, como una parte significativa de nuestro patrimonio, es la historia de nosotros mismos, que hacemos cultura organizando las formas y colores, los tonos y movimientos en consonancia con lo que es nuestro, un Estado variado y lleno de retos.
Sólo nos falta tomar conciencia de que nosotros somos parte de esta generosa trayectoria de creaciones culturales. Para eso, necesitamos juntarnos y abrir nuestras maneras de ser propias para unirlas en un inmenso rito de unidad y confraternidad.





