Les dejamos acá el artículo de Gabriel Cabrera donde analiza el arte, el desprecio clasista y la política en Perú. Él es sociólogo de la PUCP y de Izquierda Socialista:
El arte popular peruano. Entre la exhibición exótica y la pertenencia
Soc. Grabriel Cabrera
El arte siempre acompaña al ser humano en sus momentos graves. El artista ayacuchano Reynaldo Quispe ha creado un retablo en alusión a la masacre que vivió su pueblo el infausto 15 diciembre último, una jornada especialmente sangrienta perpetrada por el gobierno de facto. En dicha composición no solo se muestra la violencia policial y militar, sino que se expresan otras formas de violencia y opresión como las mentiras y silencios de los medios de comunicación, de la prensa concentrada, cómplice del régimen[1]. Expresa la claridad que tiene el poblador del interior de cómo se edifica un sistema político injusto y represivo. Así como ha aparecido este retablo, seguramente surgirán otros más y en distintos tipos de arte.
Perú arte de espectáculo y demasiada sangre
El Perú atraviesa estas últimas semanas uno de sus momentos más dramáticos y álgidos, luego de la instauración de un gobierno usurpador, convertido finalmente en la dictadura cívico-militar que, en un mes, ya tiene en su haber casi 30 personas asesinadas por la represión brutal, policial y militar: Corolario de la ya prolongada crisis política y de legitimidad de la oligarquía y las mafias que controlan el poder económico.
Es la violencia que nos descubre los históricos problemas nacionales, no resueltos por 200 años de República fallida. Una de esas manifestaciones es el racismo y desprecio a los diferentes elementos culturales de los pueblos del interior del país, sobre todo andinos y amazónicos. Empezando por la indiferencia e incluso justificación de las muertes de aquellos lugares que, para el limeño promedio perteneciente a las élites, valen muy poco o simplemente no valen.
Para entender el actual desprecio cultural es necesario hacer un recuento de la lucha simbólica/cultural que se desarrolló en el siglo XX. Para que las expresiones y formas de vida y valores de las distintas comunidades del país tuvieran cabida en la cultura oficial/limeña/hegemónica, hasta ese momento, considerada la única válida para construir nuestra identidad nacional.
Son las luchas populares en las ciudades y el campo, con la migración masiva hacia Lima y con el proceso trunco, pero definitivo, del gobierno de Juan Velasco; cuando el poblador andino y amazónico logra alcanzar cierta reivindicación a sus elementos culturales. Pero, luego justamente de este periodo político, las élites admiten dichos elementos solo de manera formal, superficial, y terminan encapsulándolas a “lo folclórico”.
Si bien es cierto esta mirada de lo andino-amazónico como elemento exótico, curioso, de exhibición, ya se había establecido desde antes de los años 60, es con el fin del velasquismo que las élites urbanas (incluida gran parte de la clase media), que se consideraban modernas —y que buscaron en lo criollo-popular su manera de matizar su alienación y simpatía por lo español y europeo o anglosajón—, aceptan y toleran estos elementos de raigambre originaria como algo subsidiario, anexo, a una identidad que propugna el mito del “mestizaje” para impulsar la Patria desde una sociedad desigual y centralista.
Aceptar lo andino-amazónico como algo subsidiario es entenderlo como la parte más extraña del ser peruano. Para la alienación está bien apreciarlo sólo como un espectáculo, en el concurso del colegio de sus hijos, disfrutarlos en sus viajes al interior; pero no como algo que realmente forma parte de su identidad, no como una forma de expresarse. Mucho menos como una manera de legitimar las pretensiones de justicia de los sectores marginados del país, de quienes son más o menos indiferentes.
José María Arguedas cuestionaba la visión que el arqueólogo Julio C. Tello tenía de la cultura andina, como algo detenido en los tiempos precolombinos. Por el contrario, Arguedas la reivindicaba como viva de su tiempo, no solo como parte fundamental de nuestra identidad, sino como la promesa de construir una Patria realmente democrática y nueva, siguiendo además las aspiraciones de J.C. Mariátegui. Esa polémica de alguna manera se renueva ahora.
Las elites urbanas (muchas de origen provinciano pero que van renunciando a su identidad cultural original) sienten lo provinciano, y más aún lo indígena, como un elemento pintoresco que incluso es mejor si se mantiene “puro”. Pero lo sienten además como arte o cultura desligada de la situación social oprimida de sus cultores; separan -adrede- al hombre o mujer de su creación cultural tradicional, convierten ese arte en algo inocuo, vacío en su contenido, políticamente inofensivo y hasta complaciente.
Los pueblos, con estos elementos de reafirmación y resistencia, siguen reclamando que su cultura (o culturas) forme parte, de manera plena, de lo que es la patria peruana en construcción. Además, su música, sus danzas, sus artes plásticas populares, su literatura, etc., son también formas de denunciar su histórica exclusión, son formas de impulsar la lucha por la justicia e igualdad. No es arte de simple espectáculo, es su lenguaje y muestra y reproduce lo que las mayorías son y lo que aspiran ser.
La política sin arte
Por esa razón el arte acompaña las jornadas de lucha de nuestro pueblo contra el vasallaje del neoliberalismo. Así como las acompañaron en la lucha para que se reconociera el voto popular en junio y julio de 2021, ante la pretensión de los poderes fácticos y las mafias de desconocer los resultados electorales. En la actualidad, las artes populares y las diferentes formas de las culturas del interior, también están al lado del pueblo movilizado contra la dictadura.
Y es en estos momentos cuando más se visibiliza el desprecio de la cultura oficial. Después de todo, estos indios-cholos- chunchos, estos provincianos, no se conforman con mantenerse en sus guetos geográficos y sociales si no que han pretendido gobernar el país, gobernar a la “gente capacitada”, la “gente de bien”.
Después del desprecio, enseguida viene la criminalización, la estigmatización, el llamado “terruqueo” y la persecución. Una canción, una danza, está bien para entretener, pero no para denunciar los abusos, no para protestar, eso ya es “arte subversivo”, cosa de “terrucos”. Se criminaliza la protesta y se criminaliza la cultura.
Las mayorías excluidas en Perú siguen en su búsqueda de una nación realmente inclusiva y democrática. Hoy, gran parte de ese sentir se expresa en la necesidad de elaborar una nueva Constitución – que parta de las necesidades y planteamientos del pueblo mismo. Así mismo se busca legitimar e incorporar plenamente nuestras culturas, no como algo subsidiario o confinado al turismo, no como simple espectáculo al gusto del citadino o del extranjero, no como arte vacío o neutral, si no como parte de nuestra cotidianidad, del cual nos sintamos pertenecientes, nos sintamos “partes de” el progreso y desarrollo nacional. Nuestras culturas para decir lo que somos, lo que queremos y lo que no queremos, es decir nuestra cultura como el lenguaje más auténtico y espontáneo.
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[1] SERVINDI (2022, 26 de diciembre) Artesano retrata en un retablo la masacre de Ayacucho. https://www.servindi.org/actualidad-noticias/26/12/2022/artesano-retrata-en-un-retablo-la-masacre-de-ayacucho





